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La cerveza

  • Foto del escritor: Carmen Abril Martín
    Carmen Abril Martín
  • 7 sept 2021
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 5 ene 2022

El otro día me acordé del primer sorbo de cerveza que di. Yo era pequeña, una niña. Era verano y había una lata medio vacía que algún adulto se había dejado en el porche. Quería probar. Todo el día "cerveza arriba cerveza abajo", tenía que ser por algo. Apenas me mojé los labios. Estaba medio caliente y obviamente me supo fatal, pero no solo porque estuviera caliente. Me pareció un sabor repugnante, amargo y además como sin cuerpo, un amargo etéreo y asqueroso que no venía a cuento de nada, que me dejaba regusto a metal y a tristeza de septiembre. Pensé entonces que cómo era posible que a los adultos les pirriase algo así, que qué les pasaba. Y ahora, que no sé si soy un adulto ni qué me pasa, pero me pirria (todo esto lo pensaba a raíz de un tragazo que di con avidez), vuelvo a pensarlo, que cómo es posible que algo que ahora me encanta me horrorizase tanto entonces.

Resulta curioso que los gustos cambien con la edad. Que cambien de facto, quiero decir. Entiendo que tus gustos musicales van cambiando según la identificación que quieres ejecutar, según cómo quieres ser y mostrarte y todo eso (eso lo entiendo yo, pero mucha gente se empeña en defenderlo como algo genuino). Pero los gustos literales, ¿los sabores? De pequeña aborrecía el pisto. Odiaba el cocido. Ambos son platos que ahora me hacen babear del gusto. Especialmente el cocido me llena el estómago de felicidad solo con olerlo. (Además, me encanta la palabra, cocido. Suena exactamente a lo que es. Mmmm). El caso es que no me gustaban, como no me gustaba la cerveza. Y ahora la cerveza me gusta tanto que me da igual que sea lunes y no vaya a emborracharme o ni siquiera esté con amigos. Si mi madre o alguien se ha dejado una lata a medias en la mesa del porche, paso y le doy un tragazo que me revuelve todo el paladar del gusto. A veces, de verdad, me preocupa ser alcohólica. Una caña me apetece casi siempre (nunca antes de las 12 vale, pero casi todo el resto del tiempo). Me encanta una caña.

¿Cómo puede cambiarnos el gusto con los años?

Leí una vez, o escuche, no sé, que un tío naufragó y quedó a la deriva en el océano. Pescaba para comer y al principio obviamente se comía la carne de los peces. Cruda, pero carne; sushi. La cuestión es que, a los pocos días -quizá 13 días, para estar tirado en el mar, son bastantes-, lo que le apetecía ya no era la carne, sino los ojos, las tripas, la piel…todo lo que descartaba al principio. Su cuerpo el pedía eso porque necesitaba, además de proteínas, colágeno, calcio, cosas así.

Creo que si hay cosas que no nos gustan de pequeños es porque nuestro cuerpo no las necesita, asique no obligaré a mis hijos a comer forzosamente de todo, dentro de unos límites. Cuantos niños tristes, horas frente a un plato. Su cuerpo sabrá. El caso es, ¿Con la edad necesitamos más cerveza? El pisto, vale. El cocido, vale. Pero ¿la cerveza? ¿Por qué la gente acaba desarrollando gusto de verdad por el alcohol (más allá de su adicción, digo), por el sabor del alcohol? Supongo que las necesidades anímicas se entrelazan a las físicas y nos gusta porque hemos aprendido que nos pone contentos. Pero el cuerpo es sabio y el alcohol te reseca.

En el caso de la cerveza, que es lo que me trae escribir esto, creo que las burbujas tienen mucho que ver, porque uno siente que se le limpia el paladar, tibio y sucio de comer y tragar saliva y humo durante años. Las burbujas reventando en el paladar son un placer, el sabor es lo de menos.

No sé, solo me resulta curioso. El otro día tomé un trago de cerveza que me supo a gloria y pensé en ese primer trago amargo, sucio, translúcido. Creo que el cuerpo necesita esas burbujas en el paladar y necesita, además, reírse. Como lo segundo se va haciendo más complicado a medida que uno crece, necesitamos apoyos. El cuerpo después se queja, pero son una especie de agujetas. Agujetas del alma. Perdón por escribir todo esto, me voy a tomar una cerveza.

 
 
 

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