El hotel de la calle Montera
- Carmen Abril Martín
- 11 ene 2022
- 7 Min. de lectura
Las circunstancias que me llevaron a vivir el momento que vengo a contar no son relevantes, pero aun así tiene sentido que las cuente. Lo que viví, y que decido ahora narrar -no sé muy bien porqué-, tampoco fue en sí mismo un momento particularmente relevante. Para los “actores “ que componían la escena, ésta fue una situación del día a día y nada anómalo sucedió a excepción de que ese momento preciso mi novio y yo estábamos allí, testigos inesperados.
Manteníamos una relación a distancia hacía tiempo y, al no estar ninguno de los dos independizado, nuestros encuentros tenían que ser la mayoría de las veces acogidos por hoteles, moteles o airbnbs. Una dinámica bastante agotadora, aunque, como decía, eso no es relevante en esta historia.
Una vez que yo había perdido el AVE de vuelta y nos tocaba buscar algo de urgencia y fuera de presupuesto, encontramos por Internet un hotel extrañamente barato. 20€ la noche en el centro de Madrid, al lado mismo de la plaza mayor. “Cómo puede ser posible, tiene que estar mal, compruébalo, otra vez”,..La habitación parecía cutre, pero nada raro…todo parecía estar en orden, “reservar”.
Llegamos al maltrecho portal -efectivamente situado en una bocacalle de la plaza mayor- entre risas socarronas porque, cuando uno tiene un poco de sentido del humor, las cosas cutres son las más divertidas. Subimos. El supuesto hotel en realidad era un piso acondicionado. El hall de lo que habría sido el piso, la recepción. Paredes de gotelé color crema, luces deprimentes provenientes de fluorescentes medio gastados. Todo parecía el escenario de una peli de miedo y, antes de que efectivamente se convirtiera en eso, resultaba gracioso.
Tampoco se espere uno ahora sangre y vísceras, que la imaginación y el morbo van solos. Como decía, el hecho en sí, el momento, el acto, fue relativamente insignificante.
Estábamos dando nuestros datos y dni a la recepcionista cuando aparecieron dos personas más en el hall.
Uno era un hobre menudo, con muchisimas capas de ropa de chándal, moreno, de estas personas que de tan peludas parecen de color gris. Tendría no más de 40 años. Llevaba gafas gruesas y al principio nos pareció que era retrasado, pero solo es que estaba borrachísimo. Le costaba mantenerse de pie, tenía que hacer pequeñas eses, casi en el sitio,para mantener la postura. Olía muchísimo a alcohol y no esperó a que hubiéramos terminado nuestro trámite para ponerse a anunciar el suyo “quiero cambiar mi reserva a dos personas” señalando hacia atrás, donde estaba su acompañante.
La segunda persona, su acompañante, era una mujer negra de unos 28 años que nada más llegar tomó asiento en las sillas colocadas junto a la puerta, un poco doblada sobre sí misma, como cuando se tiene dolor de tripa. Al principio pensamos que por vergüenza ajena, quería distanciarse de su amigo ebrio, pero, fijándonos un poco más, vimos que estaba llorando. No sólo eso. Había en sus ojos rojos y vidriosos una mezcla de ira y rabia que yo nunca había visto antes en esa concentración en la mirada de nadie. Parecía enferma y estaba sucia y vestida de cualquier manera, pero llevaba algunos elementos absurdamente femeninos que no encajaban con el resto del atuendo ni con Filomena, que precisamente había caído ese finde; llevaba tacones de punta.
Tardamos como 3 segundos en darnos cuenta de lo que estaba pasando y, a partir de ahí, todos los instantes siguientes se dilataron hasta parecer horas. El aire de la sala cambió,el espacio incluso pareció variar, enrarecerse, ondular. Todo se volvió más amarillento de lo que ya era, color bilis, y la voz del hombre, vacilante y aun así demasiado alta, parecía ir rebotando por las paredes,haciendo círculos concéntricos, hasta caernos sobre la cabeza. Aunque no quería incomodarla, yo no podía evitar mirarla a ella. En cambio, no soportaba la contemplación del hombre más de un milisegundo, mi mirada se escurría, asqueada, cada vez que se posaba en él. Ella, aunque lloraba e irradiaba ira, parecía serena. Su respiración no estaba agitada, ni miraba para todos lados. Sin embargo, dolía verla. Tuve que redoblar mis esfuerzos para no mirarla cuando noté que ella había percibido mis ojos. Sin embargo, hicimos contacto visual y fueron los dos segundos más reconcentrados y sobretodo oscuros y ácidos que recuerdo haber tenido en mucho tiempo. Supe que tenía frío y que algo le dolía a nivel físico, que estaba asqueada a un nivel que yo nunca podría imaginar, que le molesta que la mirase y que, por otro lado, no. Supe que estaba drogada. Quería mi ayuda, aunque eso era un matiz muy sutil y subterráneo, no la esencia general de su mirada. Quería ayuda. Creo que por eso escribo esto, porque me siento mal, porque al final no se la di, porque no hice nada. Estaba viviendo ese momento como fuera de mí, no oía nada, ni era consciente ya de nada más que esa mujer ahí sentada, retorcida de dolor y asco, mirándome con furia y súplica.
Mi novio, que mientras yo vivía estos eternos segundos había estado completando la reserva, terminó y entonces fuimos andando por unos pasillos estrechos hasta la habitación, pero como despacio, como si no nos creyéramos que de verdad teníamos que dormir ahí. Yo ya estaba llorando y él sabía porqué, aunque todavía no habíamos hablado nada. Yo no me sacaba esa mirada y no podía parar de llorar mientras avanzábamos por los pasillos. En esos pasillos pasaba algo que nunca en neustro reocorrido por distintas hospederías nos había ocurrido; se escuchaba sexo.
Pero era un sexo distinto, un sexo seco, de golpes, frío. Unos ruidos...No quiero ni puedo recordar bien esa banda sonora que solo terminó de desquiciarnos. El pasillo gracias a Dios terminó y entramos en la habitación cutre y sucia que habría de acogernos. La única conversación posible, pues no había palabras para describir ese estupor, era que había que ayudar a esa mujer, que cómo se podía hacer. No sé si era una actitud condescendiente. Sé que el debate de la prostitucion es complicado. Pero ella tenía la actitud de una secuestrada resignada, de alguien que de verdad desearía meterle un tiro en la cabeza al tipo que la había llevado hasta allí e irse corriendo, de alguien que incluso, rebasado, se lo estaba planteando.
Estuvimos un rato en shock pensando, y al final decidimos ir a recepción a preguntar qué había sido eso, y si no iban a llamar a la policía.
Yo no me atreví a ir. Ahora me avergüenzo, pero supongo que, cuando de pronto has recordado de golpe que existen (muchísimos) hombres que pagan por violar mujeres,te quedas algo apocada. Me quedé en la habitación. De pronto estaba como que no sentía nada, como un pedazo de cartón, como me he quedado las escasas veces en mi vida en que ha ocurrido una desgracia de manera inesperada en mi entorno.
Mi novio llegó a los dos minutos. La de recepción le dijo que ellos no podían hacer nada, que ya sabía que ella era prostituta, porque además iba mucho, pero que no podía hacer nada. Si oía gritos o algo preocupante, ahí sí, podían llamar a la policía.
“Porque además ella iba mucho” esa frase, que podría parecer tranquilizadora, que normalizaba el asunto, “vale, la mujer al fin y a cabo, esta acostumbrada, es su profesión, controla la situación y esto no era excepcional para ella”a los dos segundos se me volvió ceniza en la boca. Claro¿Por qué vas a impedir que uno de tus clientes fijos deje de serlo, poniendo su peligrosa y devastadora situación en manos de la policía? Por eso las habitaciones eran tan baratas. Qué asquerosidad. Me pregunté porqué estaría ella entonces llorando esa noche.Quizá la droga o el alcohol le habían puesto sensible, quizá hubiera sido la nieve, quizá de verdad se sentía enferma esa noche y aún así le tocaba tragar y eran lágrimas de rabia, como quien tiene sueño.
Yo se que el debate de la prostitución es delicado. Pero también sé que la violencia no es solo pegar a alguien hasta que no puede aguantarse los gritos. Hay cienmil escalones antes, todos dolorosísimos e injustos. Hay escalones que ni siquiera son físicos, hay violencia que se recibe en el espíritu y deja heridas distintas; no hay sangre ni se segrega adrenalina, hay ira enterrada y amargor. También sé que esto ocurre de la misma manera en lugares para nada cutres y marginales, y que es en los ambientes más lujosos donde se comenten, probablemente, las mayores tropelías-. Que fuera un hombre sucio y en chándal el que iba a cometer la violación me importa bien poco, lo que me llama la atención es la normalidad que envolvía el asunto, y que sin duda lo envuelve también en situaciones mas lujosas. Cada día, cada hora, sólo en España, Todo el tiempo. ¿Por qué? ¿Qué se puede hacer realmente?¿Qué pasaría si se pusiera en manos de la policía? Sé que en su lugar yo preferiría estar en un centro de retención de inmigrantes. Aunque sea injusto, aunque sea como estar en la cárcel porque sí. También sé que ahí no se gana dinero y que las personas que vienen -quizá de un modo especial las mujeres- lo hacen para mandar dinero a casa. No lo sé. Se que en el hotel no hicieron nada, y que nosotros tampoco. Nos quedamos ahí, pasamos la noche abrazados y como entumecidos, con algo parecido a arcadas espirituales. Yo recé por ella. Últimamente rezo a veces, y no sé si es por otras personas o lo hago por mí. Pero sé que no hice más que eso. Pensé a la mañana siguiente, ya lejos de aquel lugar repugnante, que podía haberle dejado a la recepcionista un recado para ella, el número o el contacto de alguna asociación que ayude a mujeres inmigrantes. Pero no hice nada. Con este texto creo que trato de redimirme de esa culpa, pero ahora que creo que estoy terminando ya de escribirlo no me siento mejor ni más tranquila. Al contrario, me doy cuenta de lo tonta que fui y que soy. Y de que el mundo es una náusea, y nada más asqueroso que haber tenido el privilegio y la suerte de vivir ajeno a ello sin haber hecho nada por merecerlo. En lugar de gratitud, este hecho me causa pesar. Sé que quizá no tiene
sentido, pero os juro que lo siento mucho.
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