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El cerezo de mi jardín es delgado y esbelto

  • Foto del escritor: Carmen Abril Martín
    Carmen Abril Martín
  • 19 ene 2021
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 21 ene 2021

El cerezo de mi jardín es delgado y esbelto; recto y duro su tronco, modesta pero generosa su copa; es un cerezo joven. Su piel es lisa y tersísima, de un granate oscuro pero brillante, igualito que el de las cerezas cuando están un su punto justo; aunque quizá algo más claro, como vino burdeos mezclado con agua; en cualquier caso y sin lugar a duda, granate, no marrón. Sus hojas son de color verde cocodrilo, oscuras y puntiagudas pero blandas y, especialmente cuando tiene sed, algo lacias, como dobladas sobre sí mismas, lánguidas. Cierto es que después de un regado abundante siempre las abre al sol como para dar las gracias y al mismo tiempo aprovechar ese arreón de fluido vital para crecer al máximo y nutrirse, fresquito y contento. Está creciendo rápido. Me lo regalaron mis amigos cuando cumplí 23 años y parece un adolescente bien formado y algo precoz para su edad. Ya puedo tumbarme cuando aprieta el sol de justo antes de comer bajo la sombra tierna y leve que arroja.

En primavera le salen unas flores preciosas, rosa claro, y los zánganos zumban entre ellas y se revuelcan entre su pétalos como si fueran cunas o unas camas muy extravagantes. Me gusta el sonido que hacen, aunque alguna gente lo encuentra inquietante. Las flores-cuna de abejorro huelen de una forma delicadísima, dulce, y aparecen antes que las hojas, formando un contraste genial con el tronco oscuro y dando una sensación de pureza y elegancia que, según tengo entendido, vuelve locos a los japoneses. La verdad es que no hay nada más bonito que un cerezo en flor contra un cielo azul brillante, así que les entiendo.

En verano, ya desaparecidas las flores y desenvainadas las hojas oscuras, y como dedos que se llenasen de lujosos anillos de ámbar sangriento, aparecen las cerezas, muy juntas y en corrillos, reventonas y brillantes, y de un color tan oscuro que, por algún motivo, resulta casi erótico. Hay que competir con los pájaros por llegar a probarlas. Se le pueden poner en las ramas, y a veces lo he hecho, discos antiguos, como pendientes futuristas y fulminantes, pero creo que no me gusta, aunque no sé explicar bien porqué. No es que me den lástima los pájaros siendo deslumbrados por crueles y caprichosos destellos arcoíris, ni cualquier otro motivo así. Simplemente no me gusta. Aunque siempre se puede dar un porqué a las cosas, incluso en lo que se refiere al gusto, a veces es mejor sencillamente no hacerlo. El caso es que hay que darse prisa por probar las cerezas antes de que los pájaros se den un festín estival y las hagan desparecer. Juegan con ventaja, porque ellos siempre están en la calle. Duran poco las gemas de sangre, en las manos del cerezo.

En otoño es cuando mas triste está. No me gusta el color plátano de sus hojas, ni sus motitas marrones, ni por supuesto que se caigan. Para mí, el otoño es la época más triste; o más melancólica, si se prefiere; y yo creo que para el cerezo también. Pero, en fin. A veces es necesaria una pequeña muerte para poder nacer de nuevo y que todo tenga un transcurso circular, que es lo suyo, lo natural.

En invierno aún, desnudo y nervudo, tieso y desolado, guarda cierta belleza indómita, aguantando heladas y noches larguísimas él solo. Entonces ya no le hacen caso los pájaros, los abejorros ni los pulgones, ni yo tampoco , la verdad. De vez en cuando me acerco, culpable, y le acaricio un poco el tronco. Su piel está entonces como blanquecina, sin llegar a cuartearse, pero evidentemente seca y tirante. Dan ganas de darle crema hidratante. Los primeros soles de febrero le sientan genial, y empieza a formar esas yemas que parecen crisálidas, y que de algún modo lo son, pues de ahí nacen sus hijas, sus semillas, que llevaran su genética y su estirpe por lugares remotos y por tiempos remotos, haciendo que viva para siempre, hasta cuando sea un palo duro, una vara de cerezo o un garrote como el que uso para moler la arcilla, aun cuando sea quemado, o simplemente se deshaga y se haga polvo. Eso es la vida ¿no? El instinto de reproducción nos empuja a seguir aquí, a perdurar. Suena bonito, pero puede que sea también ese instinto el que nos lleva a cometer las mayores aberraciones, a ser malos, desconsiderados, egoístas. el cerezo, aunque suene bobo, es egoísta también. Se da prisa en llenarse agua, sales minerales y luz antes de que las plantas de su alrededor lo hagan (ayudado por mí, que las arranco de cuajo cruelmente para que no le molesten). Él crece, de alguna forma, a costa de los demás. Y todo lo hace porque es un defensor de sí mismo (ego-ísta; defensor del yo). Y esto está bien, supongo. Es la vida en sí, la naturaleza. De otro modo mi cerezo no conseguiría medrar, no parecería un adolescente precoz, habría muerto. Pero como el tío de Andrés Hurtado en El árbol de la ciencia (qué apropiado); y como, lamentablemente, el propio Andrés; yo también creo es ese instinto natural de crecimiento y reproducción el que nos hace impuros, y que, para ser cada vez más humanos, debemos ser cada ves menos naturales, y que eso implica renunciar al impulso vital de supervivencia y que, de alguna forma y a consecuencia de todo esto, morir es la única acción pura y noble que puede realizar un ser humano humanista. Santa Teresa de Jesús también se dió cuenta de esto, pero era otro tiempo y ella tenía otra forma de explicar esta misma cosa. En fin. No sé por qué no puedo hablar del cerezo y ya está, y tengo siempre que ponerme a recordar el pensamiento de gente muerta y grandilocuente y a pensar en el sentido de la vida y la naturaleza delimpulso vital. Eso, por ejemplo, no es puro tampoco. Me gustaría ser un niño pequeño, ver las cosas y ser capaz de contarlas como un niño pequeño. Sin la macha de la autoconciencia, de la reflexión, del ansia de verdad. Me gustaría ser el cerezo de mi jardín. El cerezo de mi jardín es delgado y esbelto…

 
 
 

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